por Fabrizio Zotta
– Maestro, ahora que ha muerto, y que cesó la distancia de los cuerpos y es posible que me esté escuchando, quisiera contarle que usted significó algo para mí. Quizá sea porque tengo la inclinación a no cumplir mis sueños es que dejé pasar cada presentación suya y nunca pagué una entrada para escuchar su música en vivo.
Muchas veces me repetí que no me moriría yo –o no se moriría usted, que era lo esperable- sin que lo viera sobre el escenario, en persona, tocar el piano. No sucedió, a pesar de que muchas veces usted me dio esa oportunidad. Pero, aunque no aproveché ninguna, siempre tuve una admiración un poco inexplicable por usted, y por parte de su obra. No toda. Es más bien un embelesamiento con el estilo de su música, con la estructura, con la forma de apabullar: porque a usted no le alcanzaba una orquesta de cámara, un cuarteto, o un sexteto; no quería una formación modesta.
A usted le gustaba una sinfónica, con cuarenta músicos, con percusión, sintetizadores, con dos órganos orquestando su piano, con luces espectaculares, con coreografías, bailarines y actores.
No era un hombre breve, no lo fue abajo del escenario tampoco. Y en el medio de todo ese despliegue se paraba usted: ampuloso, tocando el piano con gestos desmesurados, haciendo cortes, escalas y armonías que subían mil octavas y terminaban con dos dedos clavados en una tecla. Vestía frac, mostraba condecoraciones, cadenas y medallas brillosas, grandes anillos.
El espectáculo era usted. Nunca vi a nadie tocar el piano así: los pianistas “serios” se ponen un poco incómodos cuando los brazos dejan su línea, o las manos se levantan demasiado. Usted parecía pegarle al teclado, como si sus dedos trataran de frenar la fuerza que de allí se levantaba.
En fin, tocaba raro, y por eso me despertó siempre curiosidad.
Yo estoy estudiando piano, Maestro. Hace poco más de un año, y debo decirle que conocer más el instrumento, la dificultad de las síncopas, las armonías con los acordes invertidos, y las complejidades del ritmo, hacen que me interese más aún lo que usted inventó. Es verdad que sus tangos son de los más conocidos del mundo, y de los más populares también. Mucha gente los ama, pero a veces por lo que usted no hacía, que era escribir las letras. Es el caso de “Uno”, y quizá de “Cafetín de Buenos Aires”, o de “Por qué la quise tanto”.
Pero su obra es otro de esos felices encuentros entre la sinfónica y la música popular. Un poco vanguardista, un poco modernista, un poco francés, un poco romántico, Canaro primero, usted y Salgan después llevaron al tango a otra dimensión. Yo no sabía esto cuando escuchaba un CD de mi padre –que luego le robé y aún conservo- de un concierto suyo. Tendría 15 o 16 años. Algo había ahí. Cuando estudiaba ponía ese disco, porque no me distraía.
Durante varios años fue costumbre. También la versión de Fito y Spinetta de “Grisel”, del horrible disco La, la, la me llevó a seguir conociendo su obra. La voz de Sosa y la introducción de “En esta tarde gris”, el cofre de la felicidad de Feliz Domingo, la belleza del “Adiós, pampa mía” de Villamil.
Usted estuvo conmigo muchas veces, y estará cuando aprenda a tocar mejor el piano, y pueda con su partitura.
Quería decirle esto, Mariano. Y lo hago públicamente porque a usted no le gustaban las cosas discretas. Hemos vivido juntos una gran cantidad de momentos, en esa intimidad que uno tiene con los artistas, y que va en un solo sentido. Espero que ande dando vueltas por ahí y se entere de este monólogo, ahora que dejó la vida y se fue.